Era una vez, en algún lugar en el espacio y en algún momento
en el tiempo, un niño al que le gustaba aventurarse. Tenía apenas trece años,
pero su osadía traspasaba la de un adulto con creces.
Cada día era un juego de vida o muerte, y a él le gustaba
esto. Subirse a colinas empinadas, nadar en aguas contaminadas, trepar por
rejas con protección. Eran el pan de cada día del niño.
−¡Yo nunca moriré! –Exclamaba el pequeño con aires de
invencibilidad− Ni que se atreva a venir la muerte, porque se asustará a mi
presencia.
Y entonces, en la cúspide de su grandeza, su corazón dio un
fuerte retumbo y paró.
Pero, justo en el momento en el que su mente se apagaba y su
cuerpo se tumbaba, apareció algo, una especie de forma asimétrica de gran
tamaño, negra como la noche y fría como el hielo. En el centro, una máscara
típica Kabuki que hacía las veces de cara, la cual, según la posición de esta,
parecía cambiar desde una sonrisa a una horrible mueca de odio.
−La muerte –Pensó el niño.
−Verdaderamente –Contestó la sombría figura, leyendo sus
ideas.
El pequeño comenzó a llorar, suplicando patéticamente por su
vida.
−¿Por qué hace esto, oh grandiosa Muerte? –Preguntaba el
niño, con miserable hipocresía− ¿Por qué he de merecer tal pena como es mi
existencia interrumpida?
La Muerte lo vio con un gesto inexpresivo, pero con aires de
compasión.
−Yo, pequeño, me he sentido insultado por vuestra merced.
Proclamando alejarse de mí, mientras que sus acciones demostraban todo lo
contrario.
El pequeño empezó a pensar.
−¿Cómo puede, además, alejarse de mí? –Prosiguió la figura−
Si yo me encuentro en todas partes, esperando a quien le llegue la hora y así
poder darle su merecido.
−No me haga esto, oh magnífico ser. ¡Se lo suplico!
−Vuestra hipocresía es abominable para mí, pero comprendo
este estado. Su miedo hacia mí es comprensible, pero no razonable. Verá pues,
pequeño niño, la muerte no es algo de qué temer, no es un castigo ni un premio.
Simplemente es. Y cierto es que no hay nada más allá que lo pueda lastimar,
pero tampoco nada que lo pueda premiar.
−¿Pero por qué ahora? Me falta mucho aún, pues joven soy.
−Para mi llegada y oficio no hay hora ni edad, verá usted.
No hay espacio ni tiempo que me detenga ni que me apresure. Pues ni
favoritismos ni odios tengo. Indiferencia es a lo que he llegado. Pero me
detengo para explicar a las mentes próximas a perecer que no hay nada más allá
que pueda representar algo. Este es el fin del camino y eso quiero que se sepa.
−¿No existiré más? –Preguntó el niño, ya más tranquilo.
−¿Importa acaso? Ya no tendrá que preocuparse por detalles.
No mientras no haya conciencia que se pueda preocupar, ni cuerpo que usar.
Y, de esta manera, el niño pereció, habiendo aprendido la
verdad sobre la muerte.
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